It is well know that art isn’t produced in a vacuum, that no artist is independent of his predecessors and models, and stemming from a specific tradition. In contemporary art, the paintings of Volkan Diyaroglu have parallels with historical vanguards as well as the legendary painters of the eighties, with references to gesture painting, to the action painters of the fifties such as Jackson Pollock, the art brut of Dubuffet and, closer to home, George Mathie or Jean Michel Basquiat, among others.

Nevertheless, a false sense of deja-vu shouldn’t influence the perception of the artist’s canvases in the least. One can appreciate how he immersed himself in his influences, both formal and those of process, to create experimental and free paintings whose borders continuously move in intuitive fountain of unlimited creativity. The elements are hybrids rather than pure, confused rather than clear, perversely indeterminate, elements that show the artist as a clear and individual personality.

From the purist or formalist point of view, the focus of abstract works such as these should be on the intrinsic values, on what the work of art is in itself, and not on what it represents. An abstract painting does not represent anything nor does it have any representative characteristic. The work is liberated from optical and linguistic suggestions, liberated from the codes of traditional representation, in spite of the fact that in this case we can find certain ironical touches and deceptive displays within the canvas.

Certainly, in the work of Volkan Diyaroglu, these intrinsic values of painting are essential. He uses large-scale canvases in the style of tapestries or carpets where the tendency toward the horror vacui unfolds, where leiv motive can be found, as much in the background tones as in the form of the brush marks, repeated throughout the surface.

His painting shows a strong gestural quality. The surface of the canvas is splattered in a spontaneous and energetic manner, without any a priori schema. His technique implies the concept of a work as a space of action, where the poured and spread paint and the tracks of the paintbrush on the surface determine the final impact of the canvas.

The creative process is defined in each palpable property of his painting, in the accumulation of the material and in the markings. The traces left horizontally on the large canvas can’t be reduced to the painting itself, but to the act of painting. Footprints, cigarette butts, and multiple attachments enrich the work’s surface.

All these elements converge into a decorative conception of painting. Elements that are usually the opposite to this, like the energy of the mark, the gesture, the track, stains, drips, and stuck-on objects, turn into decorative elements as in a tapestry.

In spite of this, the artist is not averse to introducing small representational elements, icons and forms, all of them done with simplicity and in a schematic form, including linguistic elements that move our gaze over the canvas. These elements make us doubt the existence of a final meaning of the work, one that is totally unknown to us. These relics indicate that we can both look at the canvas as well as through it, as if there exists a finality, a hidden message, a parallel reality beyond the materiality of the pigments.

Usually, we feel that works that do not have denotations can nonetheless refer to or connote an expression, an emotional state. We convert a display of colours, textures, and forms into emotions that we share, or believe to share, with the artist. By placing our attention on these qualities, we move to our own interpretation. When we believe that a form or color has an inherent expressive significance, we start the process of projecting as a spectator, in a way of reorganizing, of assimilating the world that we are accustomed to, or, as Nelson Goodman would say, another way of making new worlds.

In reality, this is not a contradiction, as long as we are not looking for absolute truths where they cannot be found. Beside any concrete, expressive or representative element that a painting may have, they simply represent an instant in the life of the artist, one of his acts, an expression of his personality. The instinctive sources of expression, it immediacy, or its impact, all connote the fragmentation of the self, the emergence of an individual who obeys the diverse logic of compartmentalized juxtapositions, the complex reality of the individual.

The same as the artist cannot hope that his work can duplicate the image he has in his mind, the spectator cannot hope for a concrete message. In both cases, we find that the transpositions of an acquired medium developed by tradition and skill, that of the artist and of the contemplator himself.

In the case of Volkan Diyaroglu, identifiable elements of Eastern culture intermingle with those of Western culture, beginning a meeting point between the two. He mixes intuition and spontaneity with meditated and mechanized processes of creation. The emphasis is on process, the importance of the tracks, the accidents in the creation, the irreverence that this brings to the contemplation of the work itself. They are merely samples, intimate references of a way of conceiving live, society, and art itself.

José Mir, 2007.

 

SPANISH__________________

Bien es sabido que el arte no se produce en un espacio vacío, ningún artista es independiente de predecesores y modelos, y siempre parte de una tradición específica. En la actualidad, asumidas las vanguardias históricas como referentes omnipresentes, junto a la existencia de pintores ya legendarios de los años ochenta, no es difícil encontrar paralelismos en la pintura de Volkan Diyaroglu. Así pues, observamos referencias al arte gestual, a la pintura de acción de los años 50, con figuras tan conocidas como Jacson Pollock, al art brut de Dubuffet o a los trabajos más cercanos de George Mathie o Jean Michel Basquiat entre otros.

Sin embargo, una falsa impresión de dejà-vu, no debe condicionar, en absoluto, la percepción de los lienzos del artista. Se aprecia, en ellos, una gran capacidad de sumergirse en las influencias procesuales y formales, para crear una pintura experimental y libre, cuyas fronteras se desplazan perpetuamente en una fuente intuitiva de creación ilimitada. Donde los elementos son híbridos más que puros, confusos más que claros, perversamente indeterminados. Elementos que dotan al artista de una personalidad clara e individual.

Desde el punto de vista de la doctrina purista o formalista, en obras abstractas, como las que nos ocupan, deberíamos centrarnos en los valores intrínsecos, insistir en lo que la obra de arte es, y no en lo que simboliza. Un cuadro abstracto ni representa ni tiene en absoluto carácter representativo. Es una obra liberada de sujeciones ópticas y lingüísticas, liberada, por supuesto, de los códigos de representación tradicional, pese a que en este caso podamos encontrarnos con ciertos toques irónicos y engañosos dispuestos a lo largo de la tela.

Ciertamente, en la obra de VolKan Diyaroglu, éstos valores intrínsecos de la pintura son esenciales. Utiliza lienzos de grandes dimensiones a modo de tapices o alfombras donde despliega una preferencia hacia el horror vacui, donde el leiv motive pueden ser, tanto las tonalidades del fondo como las formas de las pinceladas, repetidas éstas, a modo de muestras por toda la superficie.

Su pintura goza de un fuerte carácter gestual. La superficie del lienzo se ve salpicada de forma espontánea y enérgica, es decir, sin un esquema determinado a priori. Su técnica implica la concepción de la obra como un espacio de acción, donde la pintura vertida, esparcida, las propias huellas de las brochas en la superficie, son sin duda protagonistas del impacto final de la obra.

En cada propiedad palpable de su pintura, en la acumulación de la materia, en los trazos, se nos define un proceso creativo. Rastros dejados sobre un gran lienzo en disposición horizontal que no se reducen a la propia pintura, sino a la misma actividad. Huellas de pisadas, rastros de colillas, adherencias múltiples enriquecen el acabado de la obra.

Todos estos elementos convergen en un concepto decorativo de la pintura. Elementos, en principio tan opuestos a esto, como la fuerza del trazo, el gesto, las huellas, las manchas, el goteo, las adherencias, se tornan elementos decorativos, en motivos de un tapiz.

Pese a todo esto, no es ajeno el artista, como indicábamos, a la introducción de pequeños elementos representativos, iconos y formas, todos ellos de una gran simplicidad y esquematismo, o incluso elementos lingüísticos, que dirigen nuestra mirada a lo largo del lienzo. Estos elementos nos hacen dudar de la existencia de un significado último de la obra que nos es totalmente desconocido. Dichos vestigios nos indican que podemos tanto mirar la pintura como mirar a través de ella. Como si existiera una la finalidad, un mensaje oculto, una realidad adjunta, más allá de la materialidad del pigmento.

Habitualmente, consideramos que las obras que no denotan pueden, no obstante, referir o bien connotar una expresión, un estado de ánimo. Convertimos una muestra de colores, texturas y formas, en sentimientos que podemos o creemos compartir con el artista. La atracción de nuestra atención sobre esas cualidades nos induce, al hacerlo, a una interpretación propia. Cuando concebimos, así, una forma o un color “cargados” inherentemente de un significado expresivo, entramos en el proceso de proyección como espectador, en una forma de reorganización, de asimilación al mundo al que estamos acostumbrados, una manera más de hacer mundos, como diría Nelson Goodman.

Realmente, no es una contradicción, siempre y cuando no busquemos verdades absolutas donde no cabe encontrarlas. Al margen de cualquier elemento concreto, expresivo o representativo, que pudieran poseer las pinturas, simplemente representan un instante de la vida del artista, uno de sus actos, una expresión de su la personalidad. Las fuentes instintivas de la expresión, la inmediatez o el impacto connotan la fragmentación del yo, la emergencia de un individuo que obedece a lógicas múltiples a la manera de yuxtaposiciones compartimentadas, a la complejidad real de un individuo.

Al igual que el artista no puede esperar de su obra que esta adopte un duplicado exacto de lo tiene en su mente, el espectador no puede esperar un mensaje concreto. En ambos casos, nos encontramos ante transposiciones de un medio adquirido y de un medio desarrollado por la tradición y la habilidad, la del artista y la del propio contemplador.

En el caso de Volkan Diyaroglu, se entrecruzan elementos identificables de la cultura occidental con elementos de la cultura oriental, punto de encuentro entre ambas como su origen. Mezcla de intuición y espontaneidad con procesos meditados y mecánicos de creación. El énfasis en el proceso, la importancia de las huellas, de los accidentes en la creación, la irreverencia que ello conlleva hacia la consideración de la propia obra. No son más que muestras, referencias íntimas del modo de concebir la vida, la sociedad, y el propio arte.

José Mir, 2007.